miércoles, 5 de marzo de 2008

Confundir información oficial con propaganda, el vicio de todos los políticos


JOSÉ LUIS BARBERÍA publica hoy en El País un artículo escandaloso: ¿Una campaña encubierta con el dinero de todos? en el que muestra como la publicidad institucional crece a veces al servicio de los partidos en el poder, y como el ciudadano se convierte en consumidor. El periodista constata que en realidad, nadie sabe cuánto gastan en publicidad las diferentes instituciones públicas españolas (locales, autonómicas y centrales). Se estima que ronda los 600 millones de euros anuales.

Francisco Javier Barranco Saiz, uno de los grandes especialistas en la materia afirma con rotundidad: "No me creo las cifras oficiales. Hay muchos intereses en juego, muchas formas de camuflar el gasto y de dificultar un seguimiento contable; muchas subcontratas y gestoras de medios. En España estamos a años luz de la verdadera transparencia".

Barbería muestra descarnadamente como los gobiernos, allá donde gobiernan, sacan provecho partidista, en mayor o menor grado, de la confusa frontera existente entre comunicación y publicidad, entre información oficial y propaganda encubierta. Y es que el gasto en esta materia no ha dejado de crecer año tras año.

Como botón de muestra: en las pasadas navidades los gobiernos se desvivieron por advertirnos de que las carreteras pueden ser nuestra tumba, que fumar mata, que nos conviene una dieta variada rica en frutas y verduras, que la droga conlleva nuestra ruina física y mental, que deberíamos utilizar más el transporte público, reciclar los vidrios... En la sociedad de la comunicación, nadie puede negar que las instituciones cumplen con su deber cuando despliegan campañas de prevención, sensibilización y lucha contra la violencia doméstica, la xenofobia o los incendios forestales. Pero –afirma José L. Barbería- la clave del asunto está en la clase de comunicación que se establece, porque es altamente indicativa de la calidad democrática del sistema. El problema reside, fundamentalmente, en las campañas que venden los logros supuestos o reales de los Gobiernos bajo la coartada del interés ciudadano.

Con lo dicho anteriormente estábamos hilando fino, pero qué decir de las campañas de autobombo, triunfalismo y exaltación colectiva del estilo de Construyendo salud o 1.000 días de gestión, Veo bienestar, Andalucía al máximo, Contigo avanza Vizcaya, son una discreta muestra de unas prácticas, más descaradas.

Esta espiral lleva a la competencia publicitaria entre instituciones públicas de signos políticos opuestos. ¿Es legítimo que el Ayuntamiento de Madrid contrarreste las críticas a sus grandes infraestructuras con campañas en la televisión, que los alcaldes envíen felicitaciones navideñas a sus vecinos, que el Ministerio de la Vivienda promocione su portal inmobiliario para jóvenes regalando 10.000 pares de zapatillas deportivas? ¿Hasta qué punto la causa de la frustrada Constitución europea justificaba la invención y distribución gratuita en los campus universitarios de 250.000 latas de la bebida energética Referendum plus que ayudaba, supuestamente, a combatir la apatía ciudadana y estimulaba para ir a votar?

No olvidemos el origen del concepto de publicidad institucional: fue inventado por las compañías privadas para designar aquellas campañas de marketing dirigidas a la búsqueda del prestigio y la legitimidad social. Parece que nuestros políticos se han aficionado demasiado al juego de la comunicación y la están desvirtuando.

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